14 dic 2010

Colaboración especial: Ciudad funcional desde el punto de vista del Derecho

En esta ocasión cuento con la inestimable colaboración de Mario Crespo, Licenciado en Derecho, quien ha tenido la amabilidad de realizar para este blog un artículo que en mi opinión tiene todo lo bueno que un escrito podría tener, tanto en el contenido como en la forma. Desde aquí mis agradiecimientos, y espero que el lector lo disfrute tanto como yo al leerlo.

"Debajo de los adoquines

Cuando San Agustín quiso expresar en una metáfora la contraposición entre el mundo pagano y el cristianismo, no habló de “aldea”, ni de “país”, ni siquiera de “mundo”. Habló de ciudades: una ciudad celestial opuesta a la ciudad terrena como símbolos de dos concepciones de la existencia. Ya siglos antes los filósofos griegos habían plasmado sus ideas sobre el hombre en ciudades y no en unidades humanas más grandes ni más pequeñas. Cuando los socialistas utópicos del XIX quisieron cambiar el mundo, no imaginaron revoluciones mundiales, sino ciudades perfectas: los falansterios. La ciudad siempre ha sido, como vemos, metáfora del mundo: un mundo pequeño, amurallado, proclive a experimentos y utopías.

A pesar de los esfuerzos por “pensar la ciudad”, no resulta fácil definirla. En la Edad Media europea, obviando la complicada clasificación de poblaciones, una ciudad tenía casi siempre dos elementos: una catedral y una muralla. La catedral expresaba la aspiración máxima de la ciudad: era, casi siempre, la torre más alta de la urbe y, a través de ella, toda la población miraba al Cielo. La muralla acotaba la ciudad, expresando su sentimiento de solidaridad y defensa: más allá de las rencillas, la población se abrazaba frente a los enemigos externos, preparándose para sobrevivir a un asedio. Si aplicamos estos dos elementos a la ciudad actual, podemos definirla como aquel asentamiento poblacional de gran tamaño con sentimiento de comunidad (muralla) y unos valores comunes (catedral). Hoy no es sencillo encontrar ciudades en el sentido medieval del término: la pluralidad y la suma de grupos humanos de diversas procedencias lo complican. Pero en indicios actuales como la afición local por un equipo de fútbol, o en la unión de los madrileños ante la candidatura olímpica, se adivina esa vieja concepción de la ciudad como algo más que un conjunto de viviendas.

Una ciudad funcional, por consiguiente, será aquella que sepa ser una comunidad humana: una suma de personas y de familias, no de edificios. Será funcional una población donde la sociedad civil pueda desarrollar sus expectativas y valores, Y, por el contrario, una ciudad en la que cada familia viva recluida en su casa y las únicas actividades sean las promovidas por el Ayuntamiento, será una ciudad muerta. O peor aún: no será ciudad. Porque no será una comunidad de personas, sino una suma de aceras, calles, viviendas, semáforos, coches, colegios y habitantes: como un cuerpo sin esqueleto.  donde cada día la vida se exprese en iniciativas sociales.

Quien escribe estas líneas ha repartido su vida entre dos ciudades muy diferentes: una de provincias, pequeña, de sabor medieval; y la capital de España, con sus rascacielos y sus contrastes. Comparando ambas podemos establecer algunos criterios concretos de la ciudad funcional: ¿cuál ofrece más calidad de vida? A modo de panorámica, la ciudad pequeña es más homogénea; eso permite conservar mejor el sentimiento de unidad y de tradición. Sin embargo, la menor presencia de inmigrantes acentúa el gran problema de la Europa de hoy: la natalidad decreciente que, de continuar así, convertirá el continente en un geriátrico a gran escala. Madrid es más diversa, más inabarcable: desde el Retiro hasta los barrios más humildes se escurren muchos modos de vivir. En ocasiones las diferencias son tan evidentes que cuesta percibir un sentido de unión. Pero, a la inversa, los inmigrantes aportan juventud y vida, y la mayor población favorece la vida asociativa.

Desde el punto de vista puramente material también hay contrastes. La ciudad de provincias puede recorrerse a pie, es abarcable y más amable para el peatón. La capital, a pesar de su envidiable red de transporte público, sufre las consecuencias medioambientales de la vida industrial y comercial: tráfico abundante, contaminación acústica, olores. Otro elemento para poner en la balanza.

Una ciudad ha de tener sabor propio, singularidad. Resulta empobrecedor que en el centro de Madrid un viajero pueda encontrar los mismos comercios impersonales, las mismas franquicias de ropa, los mismos restaurantes que en el centro de cualquier otra ciudad europea. Las viejas murallas, cuando están en pie, ya no tienen la función defensiva de antaño: no se trata de disfrutar de una ciudad aislada como un museo de tiempos pasados. El intercambio cultural enriquece. Pero no puede conducir a generar ciudades idénticas, pues eso conduce, a la larga, a la ciudad sin vida de la que hablábamos hace unos párrafos.

¿Y qué ocurre con la vida social y cultural? Una capital puede ofrecer un amplio abanico de actividades: desde los amantes de la música sinfónica hasta los aficionados al hip-hop, pasando por gustos tan respetables como el teatro vanguardista o el guiñol, pueden encontrar respuesta a sus intereses. Empero, a veces la maraña de actividades impide una visión comprensiva: cuesta ver el sentimiento de ciudad. En una población pequeña, las actividades son menores en variedad y en número, pero durante determinados momentos del año, como las fiestas tradicionales, casi todos los ciudadanos se unen en torno a unos determinados actos, impulsando la vida comunitaria.

Como hemos visto, articular una ciudad funcional depende de muchos factores: el urbanismo, la arquitectura, la programación cultural… pero también del Derecho. Al jurista corresponde reglamentar sin invadir la iniciativa privada; garantizar la convivencia sin construir una campana de cristal  que asfixie las ideas de la sociedad civil (asociaciones, parroquias, clubes, fundaciones). El Ayuntamiento no puede ser el protagonista de la vida municipal: ese papel corresponde a los ciudadanos. Y eso ha de plasmarse en una normativa que no caiga en la tentación del intervencionismo excesivo.

Este caleidoscopio de variables, unidas a otras, como la necesaria presencia de zonas verdes, la herencia histórica o la calidad y frecuencia de transportes públicos configuran una ciudad más habitable, más funcional. Si bien hemos de notar que esta cualidad es eminentemente subjetiva, y en ella influyen los gustos y preferencias del habitante.

Hoy el mundo se desarrolla en ciudades: la vida política, económica, social y cultural se forja en las metrópolis, al tiempo que una parte creciente de la Humanidad vive en áreas urbanas. Debemos seguir “pensando la ciudad”, en sus múltiples aspectos, no sólo los materiales. Los rebeldes sin causa de mayo del 68 proclamaban que debajo de los adoquines estaba la playa. Pero, en realidad, bajo los adoquines de la ciudad se esconden los principios que la edificaron, los valores sociales de la comunidad humana. Es estéril pensar sobre la ciudad como lugar físico si no nos planteamos antes qué tipo de sociedad va a habitarla y qué valores van a discurrir debajo de las aceras.



                                                                                                Mario Crespo
                                                                                                Licenciado en Derecho "

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